2 Luciérnagas.
Salieron con varias horas de anticipación, para llegar ya entrada la tarde y no llamar la atención, cuando el pueblo que amanecía temprano empezaba a aletargarse, y sus pobladores regresaban a sus casas. El mercado había cerrado ya y solo en la plaza principal habían visto a la gente pasear y descansar la tarde en banquitas verdes alrededor de un quiosco blanco en alto. Era un pueblo bonito. Lo dejaron atrás y encontraron la bifurcación a una vieja carretera secundaria de terracería, Hector manejó por veinte minutos más, hasta que el camino se hizo muy angosto y ahí encontraron el sendero marcada en el mapa, que Violeta seguía cuidadosamente, una impresión de la vista aérea del lugar, en donde no se veía más que algunas edificaciones salpicadas en medio de un espeso fondo verde.
La granja se encontraba a unos cinco minutos, sobre lo que algún día fue un camino de terracería y hoy era un inhóspito sendero. Había troncos y malezas esparcidos por todos lados, parecían los restos de una tormenta, era una vereda estrecha por donde apenas cabía un vehículo. El Altima dorado dio al fin con la última vuelta del camino marcado en el mapa, bamboleándose pesadamente, no era un auto adecuado para el terreno y había que ir con cuidado, finalmente encontraron un claro y lo que quedaba de la granja al fondo. El coche lentamente se dirigió hacia la entrada. Era un auto de ciudad y en buen estado, desentonaba de inmediato con el paisaje, por lo que lo estacionaron detrás de la casa, donde iniciaba un espeso bosque a cubierto de miradas curiosas.
La casa parecía apenas mantenerse en pie, los postigos y algunos vidrios estaban rotos, las ventanas totalmente cubiertas por el polvo y sobre el porche colgaban unas macetas despostilladas cuyas plantas habían muerto hacía mucho tiempo. La madera carcomida le daría un aspecto siniestro de noche, pero a la luz del día, solo parecía una cabaña vieja y cansada. Era una casa grande para el lugar donde se encontraba, parecía que la naturaleza, al verse libre de los humanos había ido estrechando el cerco paulatinamente y cada vez reclamaba más terreno.
Se bajaron del coche en silencio, explorando con cuidado el lugar. El ambiente era tan diferente del de la ciudad, que se relajaron y llenaron sus pulmones de aire fresco. Los pájaros rompían el silencio volviendo a su entonado y agradable coro en cuanto el motor del coche dejó de interrumpirles.
En realidad, el lugar tenía su magia, y el sol que se filtraba entre las ramas de los altísimos cedros era suave y empezaba a ocultarse. Se miraron y una sonrisa de complicidad se dibujó en sus rostros hasta estallar en carcajadas. Había sido un largo día y faltaba aún la mejor parte. La tarea parecía muy fácil, pero Hector no tuvo mucho tiempo para pensarlo y había estado muy tenso. Ahora parecía no solo sencilla, sino incluso una divertida aventura y a Violeta había empezado a parecerle romántico. Sólo tenían que aguardar allí hasta el anochecer, encontrar al contacto con el que Hector cerraría el trato y regresar a la ciudad con la mercancía.
Se acercaron al porche de madera, donde tres escalones desvencijados daban a la puerta principal en el mismo estado precario que la cabaña. Estaba cerrada con una cadena herrumbrosa y un pesado candado oxidado, pero lubricado por dentro y la llave que llevaba Hector funcionó sin esfuerzo.
Él se adelantó y abrió la puerta con dificultad, la madera estaba hinchada y al abrirla y despertarla de su sueño rechinó con un arisco quejido. Se quedaron un momento frente a la puerta y aunque estaba oscuro y húmedo, se dibujaba el contorno de algunos muebles y ningún movimiento. El silencio absoluto del lugar contrastaba con el sereno ruido de la naturaleza a su alrededor.
Entraron, la casa estaba desierta, obscurecida por unos viejos cortinajes raídos y llenos de polvo. Un sillón raído, dos sillas de madera tosca, una lámpara de porcelana antigua y un viejo radio sobre una mesa constituían la mayor parte del mobiliario. Hector cerró la puerta tras de sí, la casa era de una sola estancia, con una vieja cocina al fondo y tres puertas del lado izquierdo, dos dormitorios, uno vacío y otro con una cama con un colchón denudo y una mantas viejas y polvosas en un montón junto a la cabecera. Un baño en condiciones que no deseaban explorar y un closet con algunos ganchos y una chamarra deslucida y olvidada. Tras un breve reconocimiento y comprobar que estaban solos, ella lo tomó de la mano, y él la llevo hasta el sofá y sentaron muy juntos.
Violeta estaba nerviosa y sabía que no debían hacerlo, pero lo adoraba y estando a su lado, todos sus sentidos se embotaban, solo importaba estar con él. Tocarlo, sentir su piel, oír su voz. Enterrar la cabeza en su cuello y olerlo. No podía pensar en otra cosa y últimamente hacia cada vez más disparates para estar cerca de él.
El sol se estaba ocultando, encendieron la lámpara y la luz ámbar apenas iluminó la estancia lo suficiente para sentirse cómodos. Dentro de la extrañeza del lugar, había una atmósfera cálida y se sintieron seguros. Hector era un hombre recio y ella siempre se sentía protegida con él.
Hector comenzó a relajarse, le habían asegurado que era un lugar seguro y que hacía mucho tiempo que nadie se pasaba por ahí, nadie más que ellos y los otros dos enviados que periódicamente realizaban esas entregas. Algo había salido mal y los que estaban a cargo no habían podido realizarlo esta vez, pero Pedro Matamoros no quería perder la confianza de su cliente habitual y le había asegurado a Johan Miranda, que su sobrino y su chica, harían la entrega esta vez. Violeta era la coartada perfecta, ¿quién sospecharía nada de una pareja de enamorados turisteando en un pueblo, sobre todo siendo ella tan bonita?
Mucho se rumoraba sobre el trabajo de su tío, pero hasta la noche anterior, Hector no había sabido bien a bien a que se dedicaba. Sin mucho preámbulo, tras pedirle que fuera a verlo, su tío, enfermo y ardiendo en fiebre, le había explicado qué tenía que hacer y le había prometido un jugoso porcentaje si todo salía bien. Hector solo vislumbró una tremenda oportunidad de sumar una buena cantidad y aventurero y muy pagado de sí mismo como siempre, aceptó. Así que aquella misma noche habían recogido el dinero de Miranda, quien se había mostrado muy reticente, pero al final se los había entregado.
Encendieron el radio y huyendo de la estática, pasaron de una estación a otra hasta encontrar una vieja canción que ambos cantaron. Él le pasó el brazo por la espalda y la besó profundamente. Hicieron el amor en silencio y gozándose como solo hacen los amantes que necesitan el cuerpo del otro como alimento. Terminaron pronto y explosivamente, los nervios y el extraño momento, les habían servido de catalizador, él la encontraba deliciosa y ella se derretía ante su más mínima caricia. Siempre estaba más que dispuesta a estar con él, pues era cuando lo sentía más cerca, más cariñoso y se bebía su presencia como un afrodisiaco. Se arreglaron la ropa, abrieron un par de cervezas y empezaron a hacer planes. Todo iba a salir bien.
Llegó la noche y salieron sigilosamente, dejando todo como lo habían encontrado, solo las latas de cerveza delataban la tarde que habían pasado ahí. Sin prender los faros del coche y apenas acelerando para no hacer ruido, recorrieron varios metros hasta la cerrada curva que llevaba al camino principal. La llanta derecha topó con algo grande, seguramente alguno de los troncos que habían sorteado al llegar. Hector retrocedió un poco y enfiló a la izquierda todo lo que pudo, sortearon el obstáculo y avanzaron el resto del sendero, hasta el camino de terracería, pero el traqueteo había empeorado notablemente.
Hector se detuvo y bajó, con la terrible sospecha de que la llanta estaba ponchada. Y con ese frio que te hace respirar profundamente cuando sabes que las cosas acaban de torcerse realmente para mal, rodeó el coche y se acuclilló. La llanta estaba rota, era imposible continuar con ella, y aunque ya lo sospechaba, al abrir la cajuela, lo supo al instante, la llanta de refacción no tenía aire.
Comenzaron a caminar, rodando él la llanta trabajosamente, el tenso silencio solo roto por la respiración afanada, iban lo más rápido que podían, pero aún así, tardaron más de tres horas en ir y volver del pueblo y cambiar la llanta maltrecha. De regreso, la oscuridad era total, de pronto un brillo tímido aquí y allá, luciérnagas. Empezó a llover y pronto, ambos estaban totalmente empapados. Violeta tiritaba de frío, Hector seguía empujando la llanta, el camino parecía eterno, apenas podían ver por donde iban, los árboles eran muy altos, pero espesos y aquella noche no había luna. Los pies doloridos y la espalda que le estaba matando, además de la tensión por el tiempo perdido, había opacado cualquier sensación de aventura y Hector ahora sentía que esto había sido una idea terrible. Violeta apenas se atrevía a hablarle y alternaba entre tratar de mostrarse optimista y permanecer en silencio.
Pero aún podía salir bien.
Exhaustos y empapados pero llenos de adrenalina, emprendieron de nuevo el camino. Hector abrió dos latas de cervezas y le pasó una a Violeta. Él se la bebió de un solo golpe y destapó la siguiente sin apenas hacer una pausa. Siguieron unos veinte minutos más por el camino de terracería, y en la espesa oscuridad apenas pudieron encontrar el portón de la vieja hacienda que les habían descrito. Sólo el motor del auto interrumpía el pesado silencio nocturno. El hombre de barba llevaba horas allí y estaba impaciente, Hector se bajó y ofreciéndole una cerveza, se disculpó explicando el retraso, mientras Violeta esperaba en el auto. Cuarenta minutos después la cajuela estaba lista y el trato cerrado, Hector estaba achispado y otra vez de buen humor. Violeta solo fingía estar tranquila.
La parte difícil estaba hecha, ahora sólo tenían que regresar a la ciudad y llamar al señor Miranda. Les llevaría pocas horas, pero habían perdido mucho tiempo.
Había muy pocos autos por la recta carretera de doble sentido, una carretera vieja, pero en buenas condiciones, habían dejado atrás varios pueblos y volvían a estar en un tramo lleno de árboles añosos que apenas se inmutaban al verlos pasar. Llevaban varias horas de retraso, él aceleró hasta que el poderoso auto alcanzó los 180 kilómetros por hora. Las luces de un tráiler le molestaron. No vio venir la curva.
Johan Miranda esperó inútilmente la llamada hasta que amaneció, no habría pérdidas significativas para él si el negocio no se concretaba; Matamoros tendría que afrontar la deuda, pero no debió confiar en ellos, sabía de antemano que al final no se atreverían a hacerlo. Solo eran dos muchachos.
Luna de papel.
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